Cada día, en mi nueva tarea de hacedor de luces, recorría las calles. Salía a diferentes horas, dado el cambio de estaciones del año. Al concluir la tarea y luego de cenar, me recluía en mi habitación. La noche, con su silencio, era un refugio para estudiar. Mi perro boby -un ovejero alemán- me acompañaba recostado sobre la cama, observando cada movimiento. A un costado de la cama, había una mesa, una silla, la biblioteca y algo de ropa colgada precariamente.
Cuando decidía acostarme, boby se corría a un costado de la cama. Al sonar el reloj despertador, me golpeaba con su hocico para que me levantara. Me esperaba al lado de la puerta, listo para acompañarme en mi rutina. Llegaba siempre primero al punto de encuentro, en la esquina de Pepirí y Grito de Asencio. Los del equipo me decían el pibe, boby correteaba entre ellos.
Volví a ver a los camioneros transportadores de carne, esta vez tomando el desayuno juntos en una mesa y charlando. Recordaba aquella pelea que habían tenidos tiempos atrás (con cuchillos y ganchos dibujando figuras).
Un día al regresar, pasé por la calle Pedro Chutro. En la esquina de Cortejarena, me detuve. Allí, había un kiosco, que estaba abierto desde temprano hasta entrada la noche, en donde los vecinos podían encontrar lo que necesitaban de lunes a domingo inclusive. Decidí comprar un paquete de pastillas. Al entrar, un joven me dijo —buen día ¿qué necesita?–
Le dije, –¿Qué haces Juan?–.
–Hola Mario, vivo acá, mi mama es la dueña ¿Qué andás haciendo?– Me respondió.
Le comenté sobre el trabajo que estaba realizando
–Te da bastante tiempo libre para estudiar–, comentó Juan.
–Sí–, le respondí, y le propuse encontrarnos más tarde. Quedamos en vernos a las tres
–Paso por acá y vamos a tomar un café–, le dije. Compré el paquete de pastillas y me fui para llevar a boby.
Más tarde nos encontramos, fuimos a tomar el café y nos pusimos os a charlar.
–Juan, estamos tan cerca, estudiamos en el mismo colegio y no nos cruzamos nunca en el barrio–. Le dije.
–Vivo acá desde chico, ¿vos?– comentó Juan.
–Hace unos siete años, al lado del portón metálico negro, en un departamento al fondo de un largo pasillo, sobre la calle Pepirí– le respondí.
–Tenés un trabajo bastante piola– continuó Juan
–Sí, lo descubrí de casualidad, movido por la intriga de saber cómo se hacía. Terminé haciéndolo yo–, le expliqué.
Transcurrieron dos horas, debía prepararme para la rutina. Quedamos en encontrarnos,
–podíamos estudiar juntos o salir– le dije.
Regresé a casa, boby estaba al lado de la puerta moviendo la cola, sabía que era el momento de ir a caminar. Si bien llevaba correa, caminaba pegado a mí , como si me protegiera. Sobre todo al pasar frente al portón.
Durante algunos días, Juan no volví a ver a Juan, entonces, decidí ir hasta la tienda. Su madre me dijo: –está en reposo, tiene hepatitis–.
Entré a verlo, Juan se alegró y me comentó que tenía para un mes de cama.
— ¿Tenés cartas, ajedrez’– Le pregunté.
–Sí, las dos– respondió.
–Te voy a hacer la pata en mi tiempo libre– le dije.
Durante ese tiempo compartimos estudios y juegos.
Una vez que Juan se recuperó, lo invité a hacer el recorrido juntos en las noches. En una de ellas, justo al inicio, sentimos un chirrido cuando se abrió el portón metálico. Dos hombres aparecieron llevando un féretro sobre una carretilla de cuatro ruedas. La madera era lustrada, los herrajes, con la luz proveniente desde el local, cobraban un brillo impresionante.
Azorados por la visión, notamos que dentro había cinco féretros más, de diferentes tonalidades, pero todos prolijamente lustrados y brillantes. Una furgoneta gris estaba estacionada, lista para subir su carga. Boby ladraba intensamente. Sólo dejo de hacerlo y colocó su cola entre las piernas, ante una orden dicha en alemán.
Uno de los hombres, el más joven me dijo — ¿Mario, te asustaste?—.
–Nos asustamos– le respondí. Luego le presenté a Juan.
–Si bien no me ves demasiado, soy tu vecino Rudy. Siempre te veo cuando salís, por una ventana que da a mi lugar de trabajo, situada en el entrepiso– me dijo el joven.
Luego me presentó a su padre, Rolf. Juan y yo extendimos la mano para saludarlo.
Boby estaba calmo, pero muy atento a los movimientos, mientras cargaban los féretros.
Rudy nos invito a conocer el lugar, nos miramos con Juan y entramos. El lugar era amplio y estaba recubierto con material aislante debido a los ruidos. Mientras caminábamos, Rudy nos explicaban la función de los diferentes aparatos.
Boby iba pegado a mí con la cola baja, olfateando como si presintiera algo.
¿Los féretros ese hacen por encargo particular?– preguntamos
–Algunos sí, por lo general gente adinerada. Nos abocamos a lo que el cliente pide, incluso visitamos con él la bóveda, tomamos medidas y vemos la posición en que estará dispuesto– nos respondió Rudy.
–Por la forma en que lo contás, pareciera que garantizarán el descanso eterno cómodamente– comenté.
Mientras caminábamos, boby tensaba la correa. Sobre una de las paredes, había fotos de los modelos de féretros, otras, en cambio, los mostraban ocupados por personas con la particularidad de tener los ojos abiertos.
–Esa gente, ¿está muerta?– preguntamos sorprendidos.
–No, son clientes que probaban su féretro. Querían ver como quedaban a la vista de ellos– dijo Rudy.
Algunas fotos eran de féretros colocados en una bóveda, con disposición hacia el sol, que penetraba con su luz a través de los barrotes de la puerta e incidía sobre el nombre grabado en la cabecera. Esa pared era la exposición de sus trabajos artesanales.
Se sintió un portazo, un clic de llave. La camioneta partió. Rolf limpiaba el lugar.
Le comenté a Rudy mientras nos íbamos, –que complejo el ser humano, querer admiración hasta en la muerte–.
Llegando a la esquina, boby se notaba más relajado. Le dije a Juan, — dentro del espacio luminoso de ese lugar, se encerraba una increíble oscuridad…–