Finalizaba la década del setenta. Las calles de mi barrio (Parque Patricios), eran adoquinadas. Las veredas, eran lavadas desde horas tempranas, una costumbre que generaba sana competencia entre vecinos (por cuál lucía más limpia).
Era común ver los cajones metálicos cargados de botellas de leche en la puerta del almacenero, que luego él colocaba en las heladeras. Más tarde, la gente del lugar se movilizaba a sus trabajos. La mañana se iba poblando de pasos. Las madres y sus niños con guardapolvos, salían hacia la escuela. Al volver, pasaban por la feria, la panadería o el almacén, lugares en los que aprovechaban para charlar y contarse chismes. Luego regresaban a sus casas.
En una de ellas, había un portón metálico de gran dimensión. Al lado, una puerta que daba a un pasillo largo y conducía a cuatro departamentos. En uno de ellos, vivía mi familia.
Entre algunos trabajos eventuales y mis estudios, solía salir temprano en la mañana, regresando a las cinco (a veces más tarde). En una de esas ocasiones ya había oscurecido, cuando un hecho me sobresaltó. De pronto, se encendió la luz que estaba situada colgando de un cable que cruzaba la calle, desde la vereda a la de enfrente. La lámpara pendía cubierta de una especie de sombrero metálico. El viento la movía, llevando el halo de luz mortecina a describir círculos sobre la calle.
Lo mismo ocurrió minutos más tarde en otras cuadras. Intrigado por cómo se producía el hecho, me dirigí a un poste cercano. No descubrí ningún dispositivo en los postes.
La noche siguiente me paré en la esquina, esperando el momento en que se encendiera la lámpara. Una persona que se movía en la oscuridad era quien lo hacía, comencé a seguirlo a cierta distancia. Iniciaba en la calle Pepirí (entre Uspallata y Los Patos). Luego, la cuadra siguiente doblaba a su izquierda, recorriendo las calles dibujando un peine, a la par que iban sucediéndose las luces.
Algunos vecinos estaban en la puerta (charlaban, tomaban mate o fumaban) y saludaban al pasar. Lo convidaban a tomar algo e intercambiaban palabras. No se detenía mucho tiempo, si registraba algún desperfecto en su recorrido, lo informaba al final del mismo. Al otro día, una cuadrilla, lo repararía.
Me llamo la atención, que durante uno de sus recorridos (por la calle Monteagudo) entró a una casa y desapareció. Caminé unas cuadras esperando, en una esquina observé que en la calle paralela (Zabaleta), las luces estaban prendidas. Quedé desconcertado, ¿porque entró en esa casa apareciendo en la otra calle? Volví, quería observar la puerta en cuestión.
Era una puerta de doble hoja, más ancha que las habituales. Una de ellas se permanecía abierta, me mostraba un pasillo de largo recorrido, más ancho de lo común. Estaba iluminado, revelando en su trayecto una serie de departamentos prolijamente cuidados. El piso de baldosas, dispuestas en damero, finalizaba en la otra puerta. Un pequeño barrio, dentro de otro (parecía una cuadra dividida en dos).
Al detenerme, la curiosidad me hizo perder el seguimiento. Volví a casa pensando ¿cómo averiguar sobre ese pasillo y su gente? El sábado por la mañana tendría tiempo para ver el pasillo y su gente; por la tarde, terminar el recorrido. A media mañana, caminé hacia la calle Zabaleta. Al llegar, me dirigí a la puerta que estaba con sus dos hojas abiertas, permitiéndome ver todo el trayecto. Había movimiento de vecinos. Unos, tomaban mate en la puerta de su casa sentados en banquetas; otros, desayunaban con una mesa dispuesta en el pasillo. Tertulia entre ellos.
Satisfecho en parte, regrese a mi domicilio. Actualicé cuestiones relacionadas a mis estudios, luego almorcé, leí algunos capítulos del libro que conseguí en la biblioteca que funcionaba en medio del Parque Patricios.
Ya era la hora de inicio del recorrido, me dirigí a la calle, donde cada día reaparecía el hombre que prendía las luces. Al salir, me miró sorprendido. Me dijo en tono alto -¿vos sos el que me anda siguiendo?-
-Sí-, respondí
– ¿Qué buscas? – me preguntó
-Me llamo Mario, vivo sobre la calle Pepirí-, le contesté. -Un día al llegar al barrio vi que la luz de la calle se prendía-. -No sabiendo como sucedió quise investigar, siguiéndolo-. -Eso hacía, cuando lo vi desaparecer al entrar por la puerta de la otra calle y volver por la paralela-.
-Flor de susto me diste. Me llamo José. ¿Qué pensás hacer ahora que ya sabes?-
-Pedirle perdón por lo que pasó y, si me deja, acompañarlo a terminar el recorrido-.
-Si es de tu gusto, vení-.
Fuimos caminando. Los vecinos lo saludaban por su nombre, él contestaba y me hacía partícipe, diciendo -hoy vengo con compañía-. Luego me enteré que era su forma de tranquilizar, a la gente. Antes les había contado que alguien lo seguía y les habían recomendado que tuvieran cuidado.
Seguimos hasta terminar en un bar bodegón, en Pepirí y Grito de Asencio, casi el límite con el barrio de Pompeya. Ese era el punto de encuentro donde concurrían el resto de los otros recorridos. José, me los presentó a todos, incluso al capataz. Pregunté a José si podría acompañarlo una mañana.
-Es tu tiempo, me dijo. Por mí no hay problema-. Me llevaba la intención, ver el ocaso de esa luz de la noche, el despuntar del sol.
Espere a José en el lugar donde iniciaba el recorrido.
-Buen día Mario-, me dice al llegar.
– Buen día José-.
Iniciamos el camino. La primera detención fue para mostrarme una caja de hierro empotrada en la pared, con un relieve grabado. Se abría con una pequeña llave que tenía un hueco hexagonal en su punta, que concluía en una mariposa. Mostraba una llave de luz más grande que las habituales, que, al accionarla, las apagaba. Me enseñó los lugares donde se encontraban en el camino.
Nos cruzamos con vecinos que vendrían de alguna salida, parejas que se despedían en los zaguanes.
Al llegar al punto de reunión, el sol iluminaba la mañana. Llegaron los otros, me invitaron a tomar café. Desde la calle se escucharon gritos, salimos a ver. Dos hombres estaban peleando, de contextura robusta, vestían ambos blancos, manchados de sangre. En cada lado de la calle había un camión de transporte de carne. En un momento de la pelea, cada uno fue hacia el camión para volver armados con un cuchillo uno y gancho el otro. Al acercarse, esos elementos en sus manos cobraron vida describiendo diferentes trayectorias hacia el cuerpo. El dueño del bar llamó a la policía, que llegó a tiempo para evitar males mayores. Luego de calmar los ánimos, se los llevaron.
Entramos nuevamente. José llamó al capataz y le dijo -en unos días, dejo la tarea, ¿recordás? –
-Sí-, le contestó.
-Quizás te tenga una solución, ¡El muchacho Mario! -, respondió José.
-Pero, ¿sabe de esto? –
-Lo caminó conmigo varios días, aprendiendo-.
– ¿Él quiere? Me llama, – ¿te gustaría, hacer este trabajo’? -. Mi respuesta no se hizo esperar.
El capataz, me dio un papel con una recomendación y me dijo -tenes que ir, con este papel hasta Congreso. En la plaza, donde está el monumento a los dos congresos, por un lateral hay una puerta. Golpeá, cuando te atiendan, decile que venís con un papel para el jefe-.
Me presenté de acuerdo a lo indicado. El jefe, leyó el papel. Me dijo, -mañana presentate en la zona, con el capataz, informale que estoy de acuerdo. Ahora, a caminar-.
Los dos días siguientes, José me dio la pequeña llave, -ahora es tu tarea-. Les iba diciendo a los vecinos que estaban en sus puertas -es mi reemplazo-.
Uno de ellos me señaló, y dijo – ¿vos sos el nuevo hacedor de luces? –
-Si-, le respondí.
Era la última noche, con José. Al llegar al bar estaban todos los del equipo. Una gran cantidad de vecinos habían armado una mesa para despedirlo.
Pocas veces vi a un hombre llorar por la alegría del reconocimiento de compañeros y vecinos. Por qué no decirlo, lágrimas derramé también.