Inteligencia artificial, soledad real

Franco León había recibido una herencia de sus familiares de España, sus 30 años lo colocaban en una posición de juventud y solidez económica. Vivía sólo y trabajaba en una empresa de informática. Contaba con una gran fortuna, por lo que decidió comprar un robot que, con la programación adecuada, podría hacer las actividades de la casa- desde la limpieza hasta la comida.

Programó las actividades para la limpieza, lo haría de acuerdo a los algoritmos adecuados. Luego realizó una dieta de comidas para todo el mes, cargo el sistema con los ingredientes, la forma de cocción, el tiempo. Desde el trabajo, hacia el pedido semanal de insumos al supermercado a través del sistema online, el robot recibía la mercadería. Logró la interacción de los robots para el trabajo de servir la mesa a horas predeterminadas, con la comida a punto de acuerdo a su horario de llegada. En algunas ocasiones, cuando se demoraba, le informaba al receptor del robot de la cocina para que retrasa los tiempos de realización.

En el tiempo y hora asignado de arribo, los robots tenían la mesa servida, la cena caliente, la bebida en la temperatura adecuada. Además, el departamento lucía prolijo, limpio y ordenado; la cama tendida, la sábana doblada en ángulo sobre la manta, el cubrecama arrollado a los pies. En otro rincón del dormitorio, sobre una mesa, estaba preparada la ropa para el día siguiente, ordenada de acuerdo a los requerimientos solicitados por red sobre color y combinaciones.

Franco, pensó que con estos elementos de inteligencia artificial, su aplicación robótica, haría menos tediosa su soledad. El acostumbramiento a ese modo de vida no la solucionaba. La televisión y la música, tampoco. Desde su adolescencia, no tenía relaciones sociales, vivía siempre con su computadora. Incluso, no se daba a la charla con compañeros de oficina, salvo exclusivas cuestiones laborales. Era un asceta en el amplio sentido de la palabra.

Pensó otra solución: traer un equipo que generar un holograma con una figura bonita que cada vez que el llegara, se activara y lo recibiera, le conversara, le hiciera compañía. Trajo el equipo, lo programó para mantener una charla, que le pudiera hablar y contestarle. Buscaba que lo acompañe con su imagen durante la cena -buscaba la sensación de compartir-, que el holograma pudiera atravesar la pared y presentarse en su dormitorio para hablar hasta que él se durmiera.

Los días parecían transcurrir de otra manera, la inteligencia artificial se presentaba como la perfecta compañía. Todo lo que pedía le era concedido, aunque la rutina se repetía. Se fue dando cuenta, a través de actos de los robots o charlas y pedidos a la mujer del holograma, que los equipos eran efectivos en un noventa por ciento. Había un diez por ciento que tendría que investigar. Revisó todos los programas, las acciones que cada uno realizaba. Reiteraba pedidos, subía la complejidad, modifica algoritmos de los mismos.
No encontraba nada de ese diez por ciento faltante, la inteligencia artificial no llenaba la soledad.

Quizás, el porcentaje faltante sería que la inteligencia artificial estaba preparada para responder a pedidos pero, no tenía forma de generar el sentimiento, el deseo, el amor o la calidez de una persona.

Esa noche le pidió al holograma que se acueste a su lado y éste respondió al pedido.

Una vez a su lado le dijo, –deseo que acaricies mi rostro y mi cuerpo–.
El holograma le respondió, –no registro lo que me dices, no estoy programada para sentir deseos tuyos, no sé que es un deseo–.
Volvió a dirigirse al holograma, — qué sucede cuando charlamos y te cuento lo que siento por ti, por tu belleza–
Nuevamente el holograma contestó, –registro lo que me dices pero, recorro mi programación y no encuentro nada relacionado con el sentimiento–
Entonces, un poco triste, Franco le dio una orden –tienes razón, ni el calor de un cuerpo siento al lado mío. ¡Apagate no te necesito!– Batió palmas para que se apaguen las luces de la casa, miró el techo. La oscuridad le dió la dimensión de su soledad.